Para justificar sus recortes, el PP lleva tiempo intentando
convencernos de que la sanidad pública sufre una hipertrofia imposible
de mantener. Pero nada más lejos de la realidad: en 2008, al inicio de
la crisis económica, España dedicaba a ese fin el 6,5% de su Producto
Interior Bruto. Un porcentaje claramente inferior a la media de los
quince principales países de la Unión Europea, que era entonces del
7,3%, según ha dejado escrito el profesor Viçens Navarro.
Bajo la falsa premisa de un gasto desorbitado, Rajoy la ha emprendido
a hachazos con el sistema sanitario, hasta destrozar los dos grandes
pilares que lo sustentan: su universalidad y su gratuidad. Hay
colectivos, como los inmigrantes sin papeles, que han sido excluidos de
la atención médica, pese a que contribuyen al sostenimiento de la
sanidad con los impuestos vinculados al consumo. Y se ha ampliado sin la
menor consideración el copago de algunos servicios.
La demolición de la sanidad pública, tal y como la conocíamos, se
está efectuando con especial descaro en la Comunidad de Madrid,
auténtico laboratorio de pruebas de las recetas neoliberales del PP.
Antes Esperanza Aguirre y ahora Ignacio González han llevado las cosas
al extremo de granjearse la abierta animadversión de los profesionales y
de los usuarios, movilizados contra sus políticas en lo que se ha
venido en denominar, muy gráficamente, la “marea blanca”.
Los dos pasos más recientes dados por el Gobierno regional son la
imposición del euro por receta -rechazada hasta por Rajoy, que tiene
previsto recurrirla ante el Tribunal Constitucional- y la privatización
de la gestión de ocho hospitales y 27 centros de salud, cuyo anuncio fue
contestado con un mes de huelgas. Esto último se ha decidido so
pretexto de que supondrá un importante ahorro, pero la Consejería de
Sanidad no ha ofrecido a la opinión pública hasta ahora ni un solo
informe que lo demuestre.
La falta de pruebas sobre las ventajas económicas de la privatización
abona la sospecha de que, en realidad, se trata de una medida puramente
ideológica, que el PP intenta colar aprovechando la estrecheces
presupuestarias derivadas de la crisis. Y eso en el mejor de los casos,
porque cada vez está más extendida la idea de que detrás de la
externalización de los servicios sanitarios se esconden, simple y
llanamente, negocios a los que no son ajenos sus más decididos
promotores.
De que la depredación de lo público acaba con frecuencia en beneficio
propio ha dado una nueva muestra el anterior consejero de Sanidad de
Madrid, Juan José Güemes, yerno por cierto de ese “ciudadano ejemplar”
llamado Carlos Fabra. Desde el pasado mes de agosto, Güemes está en
nomina de Unilabs, que ha adquirido -mira tú por dónde- la empresa a la
que él mismo adjudicó en 2009 la exclusiva de los análisis clínicos en
seis hospitales de la comunidad.
Su predecesor en el cargo, Manuel Lamela, también ha sabido sacar
partido de su paso por la consejería: en 2011 fundó una sociedad
dedicada a vender paquetes turístico-sanitarios en el extranjero. La
bautizó con el inequívoco nombre de Madrid Medical Destination y en ella
se asoció con Capio, que gestiona el Hospital de Valdemoro, construido
bajo su mandato.
Tanto Güemes como Lamela no sólo son dos ejemplos de los buenos
negocios que se pueden hacer a costa de la sanidad, sino que aportan
nuevos argumentos a quienes piensan que su privatización obedece con
frecuencia a motivos menos confesables de los que se aportan.
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